jueves, 28 de febrero de 2013

EL CAIRO, MÉXICO


Se sale del aeropuerto por un laberinto de angostos túneles cuyo ambiente recuerda a los de las minas de la película Indiana Jones y el Templo Maldito, aunque no es fácil perderse porque los túneles están bastante bien señalizados. A ambos lados de cada uno de los túneles los vendedores ofrecen a los turistas los productos típicos del lugar, como por ejemplo un adorno de broma que consiste en una serpiente viva atada que cae del techo justo delante de cada persona que pasa e instantáneamente se esconde, asustándo a esa persona pero sin llegar a tocarla ni herirla. En otros puestos se pueden degustar alimentos locales, tales como el queso negro noruego y el queso manchego.

Al terminar el túnel, aparece uno en la parte de arriba de una bella montaña cubierta de vegetación mediterránea. Desde allí hasta el cercano centro de la ciudad, que se encuentra abajo, se desciende por una calle muy pintoresca flanqueada por casas de campo que alojan restaurantes elegantes de comida local, la cual consiste fundamentalmente en precioso kebab en el que la salsa de yogur típica de este plato se sirve encima de la carne (que a su vez se sirve encima de la pita) en espiral ascendente, como el helado de cucurucho que sale de una máquina. Desde las terrazas de los restaurantes se aprecian fenomenales vistas de la ciudad: una enorme llanura cubierta de adosados blancos de dos pisos que se extiende formado un damero que parece ilimitado. Excepto en la montaña, la naturaleza está totalmente ausente de la ciudad, pero en algunos lugares quedan parcelas cuadradas de desierto sin construir que hacen la función de parque y donde los niños juegan sobre las dunas.

El centro histórico de la ciudad es una combinación del de Granada y el de Córdoba. La plaza principal es la plaza de la Corredera, Córdoba, hermosa plaza porticada rodeada de casas rojas y amarillas. Sin embargo, la calle principal es una estrecha calle en cuesta, llena de tiendas y cafeterías, procedente de un barrio de Granada que recibe mucha inmigración árabe. Conforme se va ascendiendo por la calle, ésta se va haciéndo todavía más estrecha, hasta que finalmente la calle entra por la ventana de la parte de atrás de una casa palaciega de campo bávara y desaparece en su elegante salón decimonónico. En el interior de esa casa bávara hay una gran cantidad de trampas, compuertas y trucos que sorprenden al visitante: suelos de papel que se rompen, haciendo caer al forastero al piso de abajo, enemigos que aparecen por sorpresa después de repentina explosión acompañada de mucho humo, etc. Si bien, ninguna de las trampas es mortal.

Se sale del edficio por una cerca negra de hierro, pero al atravesar al verja se da uno cuenta de que no ha salido al exterior sino que ha entrado en una casa exactamente igual que la anterior. Aquí se tiene que pasar la prueba definitiva, que es comer palomitas en un sillón mientras se contempla como una mujer de la que uno ha estado profundamente enamorado se enrolla en el sillón de al lado con un ciudadano local y practica una especie de acto sexual de gradación media que ambos consuman con la ropa puesta. Si se supera esta prueba, se consigue el premio especial que consiste en poder salir al balcón de la casa, desde el cual se contempla una vista general maravillosa de los amplios jardines del Palacio de Versalles.

domingo, 17 de febrero de 2013

MURCIA

Estoy esperando a Joan Llabata un domingo por la noche en el parking de un enorme centro comercial construido en las montañas cerca de la ciudad de Murcia. Ya han cerrado y la zona está desierta, aunque quedan algunos coches aparcados y de vez en cuando pasa algún automóvil por la carretera. El edificio recuerda a la vez al Tesco de Cheltenham y a un hostil presidio de ladrillo rojo de un barrio pobre neoyorkino. El mar queda unos kilómetros detrás del edificio, al fondo. Aproximadamente en un noventa por ciento de la playa es totalmente noche, pero más o menos en el otro diez por ciento es mediodía y hace un tiempo formidable, aunque no hay nadie en la orilla ni bañándose.

Como estoy cansado de esperar a Joan Llabata, quien no cesa de no presentarse pese a mis continuos cabinazos, y tengo que volver pronto a Valencia, llamo un taxi para ir hasta la estación de autobús de Murcia. Aunque en realidad, creo que Murcia queda bastante cerca y supongo que podría haber ido caminando. El taxista me explica que la ciudad, gracias a la especulación inmobiliaria, ha experimentado en los últimos años un desarrollo superior a Hong Kong.

Llegamos en unos minutos al centro de Murcia, que se encuentra en un valle tan abrupto que bien se le podría considerar fosa, sima o abismo horadado en las escarpadas pendientes de las montañas. En ese recoveco noturnal se concentran una gran cantidad de modernísimos rascacielos, la mayoría de los cuales alojan hoteles.

Los rascatas se apretujan tanto entre ellos o unos sobre otros que apenas dejan espacio para calles, así que las pocas vías que quedan entre los edificios son empinadas callejuelas empedradas de un oxidado pueblo japonés pobre de montaña, pero la mayoría del tráfico rodado utiliza túneles y pasajes que van por dentro o debajo de los edificios y que están decorados con alfombra roja y lámparas de araña, quedando las elegantes recepciones de los hoteles y las escaleras de entrada al patio de los apartamentos a ambos lados de los pasillos.

Maravillándome estoy ante el espectáculo cuando veo a Joan Llabata salir todo fumado de uno de los patios de apartamentos, así que ordeno al taxista parar y me despido de él con una suave reverencia. Joan Llabata se encuentra acompañado de dos colegas y su novia. Precisamente se dirigía a Valencia en autobus nocturno privado, por lo cual podemos volver juntos.

sábado, 16 de febrero de 2013

AMBERES

Participo durante 15 minutos en un partido de fútbol en el estadio con dos saques de córner (uno casi acaba en gol directo, pero el portero despeja con la punta de los dedos), un pase corto al pie del compañero y un disparo que rebota en un contrario y da en el poste. Después, estoy caminando por los alrededores del estadio donde se concentran numerosos aficionados ultras del Inter de Milán. Tienen medio bloqueadas las vías de tren, y como he de pasar por en medio de un grupo de ellos, temo por mi seguridad social y mi estado del bienestar. Varios están horneando pizzas caseras en puestos nazis improvisados junto a las vías, formando un pequeño mercado, y cuando me descuido me doy cuenta de que hay pizzas confeccionándose en todas partes: en las aceras, dentro de los bares, en los balcones de los hoteles; la realidad se ha cubierto de pizzas. Me comenta un italiano que proviene de un pueblo olvidado de Italia y que no tiene nada que ver con ellos, que es costumbre entre los seguidores de ese equipo preparar varias docenas de pizzas caseras y cocinarlas justo antes de los partidos fuera de casa, para venderlas a precio ridículo o regalárselas a sus compañeros.

Seguimos caminando hasta llegar a un amplio río que cuenta con sencillos pero bellos jardines en los costados de su lecho. Los edificios que flanquean el río son casas clásicas georgianas (pero sin rehabilitar) de Londres y Bath; el río en sí es el Katsuragawa a su paso por Arashiyama (Kioto, Japón). Seguimos caminando por el jardín al costado del río en paralelo a éste, hasta llegar a un punto en el que el río penetra en un túnel con bóveda de cañón de cemento. La vegetación ahora es más salvaje, predominan estalactitas vegetales y extrañas flores minerales; hay algunas aves prehistóricas, debajo de la bóveda está nevando pero fuera no. El italiano sigue hablando por el móvil, y el camino ha ido estrechándose hasta ser tragado poco a poco por la vegetación y por el río y ya es casi imposible seguir avanzando. Hay que volver a la ciudad.
 
Un autobús de línea ha entrado en el túnel por la zona del río más cercana a la orilla. Le pregunto al conductor que a dónde va. A la ciudad. ¿Qué ciudad es? Una ciudad centroeuropea. ¿Cuánto tarda? Quince minutos. Subimos, el autobús da la vuelta y se dirige al centro urbano cirulando por encima del río, que ahora está casi totalmente cubierto de nieve y de grandes rocas negras. Cuando me pregunto cómo lo hará para poder seguir avanzando sobre un suelo tan hostil, el italiano me comenta que el autobús está equpidado con ocho ruedas gigantescas en cada flanco; cuando llegamos a la ciudad es de noche, se ha acabado el partido, el elegante bulevar residencial estilo inglés se encuentra totalmente desierto.